Con experiencias que asumimos que nos darán satisfacciones.
La esperanza y las expectativas, muy cerca de ser sinónimos, en la idea, creencia o ilusión que algo bueno puede ocurrir, son sentimientos que nos embargan en estos días en que un nuevo año recién asoma y del que esperamos corrija una serie de situaciones que ciertamente nos afectan, o pueden constituirse en problemas futuros, sea en el plano social, económico, político, de seguridad, convivencia y otros.
Reforzamos estos sentires bajo la reflexión que ya está bueno de tanta desidia y que quienes han asumido la responsabilidad delegada por nosotros mismos para conducir nuestro destino, dejen de lado intereses mezquinos, y ahora sí, se ocupen de resolver los problemas que se arrastran desde hace décadas.
En el plano individual, vivimos sorteando dificultades de todo tipo, especialmente económicas como el llegar a fin de mes con serios problemas, debiendo recurrir frecuentemente al endeudamiento, lo que a la larga ahonda aún más un déficit que se hace crónico. A ello se suman los infaltables conflictos familiares, laborales, de salud, y tantos otros que hacen de nuestras vidas un quehacer complejo y a veces desalentador.
La llegada del año nuevo se transforma entonces en motivo de especial atención, por cuanto se inicia una nueva etapa en que se repetirán los días, semanas y meses de años anteriores pero vacíos, los que se irán completando paulatinamente con el transcurso del tiempo, dando origen a nuevas experiencias que naturalmente desconocemos, pero asumimos que nos reportarán más satisfacciones que las que vivimos con anterioridad.
La esperanza entonces se hace colectiva y nos disponemos a recibir al recién llegado con la mejor de nuestras sonrisas, para lo cual celebraremos con una cena especial, con bailes, tenidas elegantes, rodeados de familiares y amigos, todos con la misma ilusión. En el momento en que se inicia el período, el cielo se llena de fuegos artificiales como aporte del Estado, con la clara intención de disimular una responsabilidad no asumida, sumándose también al optimismo generalizado. Procedemos entonces a abrazar con especial entusiasmo a quienes nos rodean con recíprocos deseos de felicidades para lo que viene, brindando con un champaña adquirido para beber en ese momento. Los festejos se prolongan hasta altas horas de la madrugada y no nos privamos de nada. Todo sea por la dicha que se inicia.
A través de los tiempos el hombre ha hecho uso de algún paliativo para mitigar el dolor, en sus diversas formas, recurriendo a las medicinas, tratamientos, en algunos casos a las drogas desde tiempos inmemoriales, o también al autoengaño rechazando la evidencia, o aferrándose a creencias, ilusiones o esperanzas desprovistas de toda base racional. Con el tiempo, esta actitud adquiere mayor fuerza y se transforma en una forma de sentir la vida.
Este afán de optimismo exacerbado de todas y todos como se dice ahora – lo que dicho sea de paso, es una estupidez – no tiene ningún sentido, por cuanto el tiempo, principal protagonista en esto del año nuevo, presenta como característica básica la de ser un proceso continuo y permanente, no susceptible de poder detener, parcelar, ni mucho menos atribuirle alguna cualidad especial como para influir en nuestro destino. Es claro que para efectos del ordenamiento de las vidas de casi 8.000 millones de seres que comparten la misma experiencia, a través del tiempo distintos iluminados fueron definiendo un horario, la conformación de días, semanas, meses, etc., lo que ha resultado un verdadero acierto para posibilitar la vida en comunidad.
Bajo este panorama, conviene detenerse en esto de la racionalidad de nuestros actos. En muchos casos actuamos al borde o lisa y llanamente fuera de toda lógica razonable, sin caer en excesos. En esto del año nuevo, si bien deberíamos concluir en que es un acto del todo absurdo e inconducente, pasamos por alto un aspecto de gran importancia, como es la alegría y satisfacción de compartir con nuestros seres queridos momentos mágicos, en que vemos el futuro bajo un prisma de optimismo, en que todo resulta satisfactorio, ordenado, una convivencia llena de cordialidad, sin conflictos, ni otras situaciones que tanto nos afecta. Visualizamos también problemas emblemáticos solucionados, dolencias propias o de los nuestros superados, logros que hemos intentado durante mucho tiempo, amores finalmente consumados.
Es el mundo ideal que siempre soñamos y que al menos durante una jornada sentimos intensamente, de lo que podríamos concluir que no resulta tan utópico. Tal vez, si nos dispusiéramos a superar nuestros egoísmos, desconfianza, resentimientos, rencores, podríamos convenir en que la felicidad está más cerca de lo que imaginamos. Pareciera que todo depende de nosotros mismos, de la actitud que asumamos, con más o menos momentos de irracionalidad. ¡¡ Salud!!