Desahogándome con varias lágrimas, redacto estas líneas destinadas a despedir a Mario Lorca Aguilar. Dejo que corran porque se trató de un amigo excepcional.
Nuestra amistad empezó en 1965 cuando me correspondió dirigirlo en la versión televisiva de La viuda de Apablaza y perduró hasta el día en que optó por dejar de maravillarnos con sus interpretaciones poéticas. Entonces, frente a las cámaras del canal 9 de U de Chile, al lado de Carmen Bunster, desplegó todo el talento que lo transformaría en uno de los histriones mayores de nuestra escena universitaria y nacional.
En actividad profesional hasta los 96 años, radiante, lúcido, ofreciendo shows todas las semanas, lleno de proyectos, su carrera estuvo jalonada por reconocimientos. Al igual que Humberto Duvauchelle, su inseparable compañero poético, mereció ser Premio Nacional de las Artes de la Representación. Modesto, leal, afable, desinteresado, siempre dispuesto a colaborar, perfeccionista solitario en su casa de Macul, le faltaron los eternos padrinos para obtenerlo.
Fue a inicios del presente milenio que el trabajo artístico volvió a reunirnos. Mario enteraba dos décadas de presentaciones de su recital dedicado a Pablo Neruda junto al músico Carlos Valladares:
-Toño, tú que posees estudio de televisión, ¿porque no grabamos mi espectáculo?
Propuesta, por cierto, aceptada. En la Escuela de Altos Estudios de Comunicación y Educación, al cabo de un intenso mes de trabajo salió a la luz el documental Neruda: voz y canción en la voz de Mario Lorca. 50 minutos que son un deleite, vendido en Chile y el extranjero, en que él despliega todo su talento interpretando una docena de poemas del Premio Nobel. Oportunidad en que el declamador, al leer lo que yo escribiera al dorso de la caratula del CD:
“De la prodigiosa fuente nerudiana han bebido disímiles artistas: pintores, músicos, cantantes, escultores, artesanos. Nacidos en canteras opuestas no pudieron abstraerse del imán de sus versos; la fuerza telúrica de su verbo; el cavilar profundo del bosque sureño; el fuego épico de sus sueños; la pureza nupcial de sus metáforas juveniles; el despertar iracundo de sus olas de Isla Negra. Con las uvas cósmicas de su parrón poético cada cual hizo lo suyo. A Mario Lora le tocaron las palabras. Y no podía ser de otra manera, porque dispersándolas por escenarios, saboreándolas al recrear personajes, calibrándolas en soliloquios y engarzándolas en diálogos teatrales, conoció de sus secretos y se encariñó con ellas. Fruto de ese enamoramiento se precipita en Neruda y surge este maravilloso recital.”.
Simplemente me dijera: -Te pasaste. Es como mucho. No es para tanto. ¿De qué manera te retribuyo?
-Marito, mereces esos elogios y más. Lo único que te voy a pedir es que me digas en qué libro de Neruda aparece su poema La palabra que tu recitas magistralmente. Busco y busco y no lo encuentro por ningún lado,
Sonriendo con cara de muchacho pícaro, confesó:
-“No insistas. No indagues más. Sólo si prometes divulgar el secreto cuando yo me muera, te digo la verdad… Confieso que ese poema jamás existió como tal. Pablo jamás lo escribió, ni con tinta verde ni de ningún color. Es un invento mío. La descripción de la invasión hispana y el significado del lenguaje que él hace en prosa, corresponde a un par de sus páginas introductorias de Confieso que he vivido. Yo, únicamente las enfatizo, pongo cadencias, me baño en ellas, proyecto en su magnificencia y las emperejilo. Es todo”.
Señores lectores, ustedes son testigos de que he cumplido con mi amistosa promesa de guardar silencio.