La titular del ministerio de la Mujer ha anunciado que en estos días será enviado al Congreso el proyecto que busca legalizar el aborto, sin limitación de causales, más bien discrecionalmente. Anteriormente, con ocasión de la Cuenta pública del año pasado, el presidente de la República había explicado que su anuncio de un proyecto sobre esta materia, correspondía a “(…) un tema de convicciones de que las mujeres tienen derecho a decidir”.
Sin duda, él o la ministra, como cualquier ciudadano en el marco de una democracia y en el contexto de la deliberación racional que se desarrolla en la sociedad, pueden albergar y expresar las convicciones que le plazcan y mejor los interpreten.
Ahora bien, sin entrar aquí en el fondo de un asunto tan delicado, que necesaria e inevitablemente nos coloca en el terreno del discernimiento sobre el derecho a la vida, en este caso, tratándose de quien detenta un cargo que debiera representar al conjunto de la ciudadanía, cabe formular algunas preguntas básicas y elementales, tales como: ¿a título de qué autoridad el jefe de Estado aspira a que la sociedad toda adopte sus particulares convicciones? ¿Por qué una persona que propugna el aborto más allá de las tres causales previstas en la ley actual, pretende que ahora esa concepción se extienda a toda la comunidad, aun yendo frontalmente contra convicciones perfectamente legítimas pero distintas a la suya, muy extendidas y arraigadas en la sociedad chilena? ¿Pueden las mujeres, sólo por serlo y alegando una legitimidad meramente cuantitativa, impetrar y arrogarse un derecho irrevocable a decidir sobre el destino de otra vida humana, que evidentemente no es la suya?
En fin, ¿no hay, acaso, en este planteamiento, al menos como lo formula el Mandatario, con un sesgo bastante chocante de egolatría, un vestigio reconocible ya no de legitimismo frente a una demanda de la sociedad, sino más bien de altanería y suficiencia ante los que piensan distinto?
Si las grandes decisiones de la política no responden a necesidades sociales, económicas o culturales reales, si ellas no apuntan a dar respuestas adecuadas frente a problemas que afligen a la ciudadanía en su existencia cotidiana, y más bien sólo expresan las personales convicciones de las autoridades de turno, sucederá entonces que toda la racionalidad envuelta en la construcción de la democracia como forma de vida y régimen político, será dilapidada en el despeñadero de las meras opiniones, el egocentrismo y, en definitiva, la seducción totalitaria.
Son interrogantes que nacen espontáneas frente al anuncio gubernamental y la paupérrima justificación esgrimida por el Presidente. Además, previenen ante el inmenso riesgo de que el debate sobre este complejo asunto, que debiera ser eminentemente de carácter filosófico, ético y antropológico, se contamine y distorsione en el campo frívolo, farragoso y transaccional de la política militante.

Abogado, Comunicador Social