Una enfermedad social, una verdadera lacra, un virus letal.
Decía lord John Acton, político, historiador y escritor inglés del siglo XIX, «El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. En nuestro país, lamentablemente, la corrupción ya está confortablemente instalada, en los más diversos ámbitos de actividad. Desde luego, en la política es pan de cada día, pero su presencia también ensucia y degrada ámbitos como la justicia, las instituciones armadas, la educación pública, las universidades, el sector empresarial, el mundo sindical, la televisión, el fútbol y una diversidad de instituciones que hacen negocios y defraudan al Estado.
Muchos dirigentes pretenden tranquilizar sus confundidas conciencias, sosteniendo que Chile todavía es un país con altos niveles de integridad, y donde la corrupción aún está controlada. Penosamente, no es esa la realidad que con estupor observa la ciudadanía casi cotidianamente, cuando se entera una y otra vez de nuevas irregularidades, escándalos y negociados, comprobando que para muchos de ellos la honestidad y la decencia han dejado de ser valores estimables.
La corrupción, por cierto, es una enfermedad social, una verdadera lacra, un virus letal que puede provocar la desintegración y el colapso de una comunidad, destruyendo los vínculos sociales, las confianzas e, incluso, el genuino impulso que nos hace querer vivir juntos, formar parte de una misma nación y tener un destino común. Cuando esta enfermedad asalta a las instituciones, se provoca un daño irreparable a toda la sociedad, tanto en el plano material, porque se desvían o roban recursos destinados a atender problemas sociales, como también en la esfera moral, puesto que se enrarece y contamina el clima de convivencia, afectándose de una manera muy lapidaria la necesaria reserva de confianza que es indispensable para convivir.
En estos días hemos visto una especie de actualización del caso Democracia Viva, fundación que recibió enormes recursos del Ministerio de la Vivienda para realizar proyectos completamente inútiles, que en realidad no eran más que un mecanismo urdido por sus gestores para hacer política militante y abultar sus propios bolsillos. Todo esto con la complicidad de una congresista, y de altos funcionarios de dicho ministerio y de algunas gobernaciones regionales.
Este caso sirve de modelo para entender los rebuscados mecanismos de que se vale la corrupción, así como su profunda inmoralidad. Desde luego, quienes están detrás de este escándalo son personas con los valores completamente trastocados y, por lo mismo, son delincuentes en potencia, que se apropiaron de enormes recursos públicos, es decir, que nos pertenecen a todos, y por lo tanto los desviaron de su finalidad natural, que era atender y solucionar problemas de personas desprotegidas o en condición de vulnerabilidad.
Así, el dinero que debió ser usado en mejorar las condiciones de vivienda de sectores populares, de personas reales y concretas que viven en la pobreza o en la estrechez, fue capturado por estas personas inescrupulosas, aprovechándose de sus redes de contactos y de la influencia de que gozan porque son parlamentarios o funcionarios políticos de nivel alto, para satisfacer sus propios y particulares intereses. Se le quita a los que más lo necesitan, a los pobres, para hacer política partidista, mantenerse en poder y engrosar los patrimonios personales de estos operadores, destruyendo la fe pública, ofendiendo a la ciudadanía, emporcando las instituciones y, en suma, burlándose de todo el país.