Pertenezco a ella. A la de los grandes sueños y de ideales profundos, a la generación que pensó que era posible cambiar el mundo, sin darnos cuenta siquiera que el mundo nos cambió a nosotros.
Atrás quedaron los valores, los principios y las esperanzas de que todo podría ser mejor. Se impuso el dinero como valor absoluto, la pequeñez humana, la ambición desmedida, la envidia desatada y las ansias de poder, donde la corrupción no se detiene y no da tregua.
La delincuencia se ha tomado las calles y los homicidios se multiplican. Existen muchas otras cosas que nos complican y nos mortifican el día a día.
¿Qué nos pasó?, nos preguntamos con un dejo de nostalgia y no tenemos respuesta. No sabemos cómo ni en qué momento, se impuso la mediocridad, el desorden, la violencia y la basura. No pudimos detenerlo, fuimos incapaces de enfrentarlo y nos metimos en un mundo que en el fondo despreciamos.
Hay dos guerras que no terminan. Los países quieren crecer sin importarles mucho como. Las ideologías, bastante pasadas de moda, todavía algunos las siguen sagradamente. La clase política mira por ella y no por quienes la eligieron. El narcotráfico impone el valor del dinero y destruye a quien se le ponga por delante. Nadie ayuda a nadie y las clases dirigentes todavía no advierten que los seres humanos a lo único que aspiran es a la FELICIDAD.
¿Es tan difícil luchar por darles este bien tan preciado y tan escaso en la actualidad? Pensamos que no, aunque constituye un nuevo sueño que la realidad puede derrotar. Ojalá que no.