Tal derecho se transforma en una ficción, un embuste, un discurso vacío.
Pensemos en una familia de clase media, trabajadora, honesta, abnegada; luego de años de trabajo, esfuerzo y sacrificio logra concretar el sueño de adquirir una propiedad, una vivienda digna en la cual poder establecer un hogar, un espacio idóneo para el desenvolvimiento de ese núcleo fundamental de seres humanos. Sin embargo, sucede que en ese mismo instante, el Estado, en su versión más desalmada y rapaz, comienza a desplegar su inagotable voracidad recaudadora imponiendo a esa familia la obligación, muchas veces angustiosa, de pagar un impuesto territorial cada tres meses. Con ello, el dominio que se suponía que esa familia había adquirido sobre su casa se diluye completamente, y el derecho de propiedad que se entendía que había conquistado se transforma en una ficción, un embuste, un discurso vacío.
Ello porque tal derecho queda supeditado al pago de contribuciones y sobre él pende de manera permanente la amenaza cierta del embargo y, en definitiva, el remate del inmueble en favor del Fisco. En verdad, como se puede apreciar, nada más irracional.
Se suponía que las contribuciones de bienes raíces fueron establecidas en un momento de crisis, de catástrofe o calamidad pública, en el que el Estado se vio necesitado de recursos para atender necesidades urgentes, y que por lo tanto eran esencialmente transitorias. Pero como siempre sucede en Chile, los impuestos que nacen como transitorios, a poco andar se vuelven permanentes, lo que hace que finalmente todos los impuestos tengan esta última característica; es decir, para los dirigentes de nuestro país no existe la noción ni la posibilidad de rebajar o eliminar impuestos, sino solo la de incrementarlos o de crear nuevos tributos.
Lo cierto es que las contribuciones importan una limitación grosera y aberrante del derecho de propiedad, tan protegido y cautelado en la Constitución, por lo demás. En la práctica son un gravamen irracional, que hace imposible que las personas puedan llegar a ser verdaderas dueñas de sus propiedades raíces. Esta es una materia que necesita urgente atención y reforma porque está causando estragos dramáticos en amplios sectores de lo que se denomina la clase media, especialmente en segmentos de personas en edad de jubilar, y para qué decir en el espacio demográfico de los adultos mayores.
Cómo va a ser razonable y justo que en la última etapa de sus vidas, las personas no sólo tengan que sufrir la reducción drástica de sus ingresos por causa del bajo nivel de las pensiones que reciben, sino que además vean con desolación e impotencia cómo se van internando inexorablemente en los recovecos de pobreza, porque el Estado las castiga y las esquilma con un impuesto francamente confiscatorio. Y a lo anterior hay que añadir, que cada cierto tiempo el mismo Estado reevalúa los bienes raíces y recalcula este impuesto territorial, normalmente con sesgo al alza, complicando más aún la ya estrechísima situación económica de las personas pertenecientes a los grupos mencionados.
No cabe ninguna duda de que se trata de una crueldad sin nombre, y que los llamados a corregirla, es decir, los políticos, los dirigentes, los líderes de opinión de todos los sectores y corrientes de opinión, más bien la han cohonestado o sencillamente se han mostrado indiferentes.
En definitiva, este impuesto no debería existir, o bien podría tener vigencia sólo por una cantidad limitada de años, luego de la cual debiera extinguirse y, entonces, el titular de la propiedad pasaría a ser dueño de verdad, no como sucede ahora.
Se dirá que hay muchas propiedades que están exentas de contribuciones, lo cual es cierto. Pero eso no elimina la realidad apremiante y angustiante, de que otras muchas sí están gravadas con este impuesto inicuo, que pesa emboscado sobre los propietarios impidiéndoles llevar la vida tranquila a la que aspiran.