Cuando finaliza un año, generalmente hacemos un recuento de lo sucedido y proyectamos, hasta donde es posible, lo que vendrá.
En Santiago, la delincuencia se impone y los robos, los asaltos y la droga están a la orden del día. Los homicidios aumentan y la gente honesta vive con temor y encerrada en sus casas.
El comercio ambulante no se detiene y las cocinerías se multiplican sin mayor control. El descanso es ininterrumpido por música a todo volumen y en plazas y parques se refugian maleantes que provocan violencia y descontrol, en las fiestas de cada noche.
¿Éramos así nosotros? ¿Es esa nuestra idiosincrasia? ¿En cuánto ha influido la migración de personas que hacen de las suyas en nuestro territorio?
Seamos sinceros y dejemos de lado ese buenismo que nos supera, desde hace un tiempo y digamos las cosas por su nombre. Esta migración nos ha perjudicado más que favorecido.
La gente que está bien en su país, no se va a empezar de nuevo en otro lugar. Se van los que sobran, los que fácilmente caen en la delincuencia y en lo prohibido. Total, entrar a nuestro país es fácil. Aquí se conectan con los maleantes nacionales y empieza la acción, mientras la gente honesta paga las consecuencias.
Eso es lo que hace que nuestro Chile se vea y se sienta distinto, ni pariente a lo que fue.