Son muchos los que han vivido la experiencia de haber estado alguna vez hospitalizados en instituciones públicas, pero muchos más los que desconocen sus entretelones que no dejan de ser interesantes por sus especiales características.
Todo nace ante una afección que nos resulta intolerable, producto de un accidente de cualquier tipo, o bien debido a un repentino dolor o molestia causado por una deficiencia en el funcionamiento de algún órgano rebelde, lo que explica en parte que sean los mayores quienes concurren con más frecuencia a estos centros.
Luego de un examen sobre las características de la dolencia, un médico dictamina la procedencia de la hospitalización, dando inicio así a un proceso al que desde luego no estamos acostumbrados ni mucho menos.
Por de pronto, desde el momento en que uno es aceptado en calidad de hospitalizado, el concepto de igualdad adquiere plena vigencia y nadie puede esperar un trato preferente; es más, a cada paciente se le pone una pulsera de plástico en la muñeca con un número para destacar su condición. Controles vitales como temperatura, presión arterial y otras dan inicio al proceso; exámenes de todo tipo con los desagradables pinchazos; sometimiento a la acción de enormes equipos que resultan algo misteriosos y generan algún temor. Todo ello sin perjuicio de contar a cada uno de los encargados de estas indagaciones sobre las condiciones en que se generó la dolencia. Los facultativos invariablemente se muestran muy serios sin proporcionar antecedentes sobre lo que nos ocurre para finalmente aparecer la figura del médico que se hará cargo del tratamiento del caso y nos informa sobre si se irá a cirugía u otra acción que alivie nuestro mal. Hasta ese momento, nuestro sometimiento ha sido total, en silencio y expectante sobre lo que viene, con una marcada expresión de ignorancia en el rostro
Para amenizar el proceso anterior, somos interrogados por grupos de estudiantes de los últimos años de medicina, que sin duda buscan ampliar sus conocimientos ante diversos males. Ahí, entonces según el caso, mostramos nuevamente la zona afectada, momento en que ya hemos perdido todo atisbo de orgullo, decoro o dignidad en mostrar nuestra anatomía y la entrega es absoluta.
Cumplido el proceso anterior, en que ya se sabe lo que tenemos y el destino que nos aguarda, es necesario esperar la disponibilidad de una cama para que se nos ubique en una amplia sala junto a otros pacientes que respondan a dolencias más o menos equivalentes de tratamiento. La espera puede ser prolongada y somos instalados en un pequeño box rodeado de cortinas, en que lo único que podemos hacer es…esperar.
Finalmente, la ansiada cama aparece y somos recibidos por los que serán nuestros compañeros de sala con un leve movimiento de una de sus manos en señal de bienvenida, si bien cada uno se encuentra concentrado en su propio problema y el destino que les espera. No caben aquí posibles conversaciones por cuanto ningún tema concitaría el interés suficiente para distraer nuestra atención por la afección que nos aqueja.
La particularidad de esta sala es el gran movimiento de personal que acude por distintos motivos, sean curaciones, control de signos vitales, exámenes, ingerir alguna medicina, además de los encargados de la alimentación, de manera que durante las 24 horas del día el silencio desaparece por cuanto los cometidos son realizados sin importar la oportunidad en que se realizan y en los que también le cabe participación a los propios pacientes que deben ser sometidos a dichos controles. No es extraño entonces que el sueño que mucho ha costado conciliar, sea interrumpido por algunas de esas tareas, como la toma de temperatura, o la presión, o inyectar algún medicamento, o por la llegada del desayuno. En esas instancias, naturalmente nadie hace reparos por cuanto son tareas que de alguna manera están contribuyendo al único propósito del paciente que no es otro que salir luego de ahí y volver a la normalidad, dejando el sentimiento en que nuestra capacidad de resistencia se pone a prueba, que es el esperar. El término paciente, sin duda representa en toda su dimensión este proceso lleno de ansiedad y angustia que nos invade totalmente.
Finalmente, los compañeros de ruta comienzan a desaparecer, sea por ser dados de alta, o para continuar su tratamiento en sus hogares, o son llevados al quirófano, instancias en que se repiten los no muy efusivos saludos de éxito para quienes abandonan el lugar, que será rápidamente ocupado por otro paciente que ha cumplido con el anterior proceso descrito.
Dependiendo de la gravedad de las dolencias de cada uno, la permanencia en el estado de hospitalización resulta aleatorio, si bien en general no supera los cinco días, para luego cada uno enfrentar destinos más o menos amables.
Al evaluar el proceso, necesariamente surgen dos aspectos que resultan muy evidentes y que dicen relación con la institución de salud, por una parte, y con el bien llamado paciente por la otra.
Respecto de la institución de salud, en este caso la Posta Central, la organización resulta perfecta, en donde todo está previsto para una adecuada atención de situaciones de emergencia, con normas y procedimientos claros, sin pérdidas de tiempo inútiles como el dar explicaciones a los pacientes, tarea reservada para el médico que se hará cargo del caso y le transmitirá lo estrictamente necesario en cuanto a las medidas por aplicar. Todo funciona teniendo como objetivo central al paciente, pero sin consideraciones especiales hacia este, sino que desarrollando una labor técnica de gran eficiencia previamente establecida.
Es sabido que el sistema de salud en Chile presenta problemas en cuanto a recursos financieros y materiales que son motivo de preocupación y atención de todos los gobiernos. Dada la naturaleza del problema, no cabe duda que esas acciones debieran intensificarse, con la tranquilidad que da el saber que se cuenta con recursos humanos de alta eficiencia, lo que ya quedó demostrado durante la pandemia con el reconocimiento de todos.
El caso de los pacientes es distinto, por cuanto prima en ellos un sentimiento de abandono, vulnerabilidad, angustia y naturalmente de temor, junto a la imposibilidad de participación alguna, compensado solo por palabras alentadoras de algún familiar cercano que dispone de pocos minutos durante la hora de visitas.
Bien por la organización y bien también por los pacientes que a veces perturban más que contribuyen al éxito de una causa esencialmente técnica.