En el momento actual de nuestra sociedad
Nuestro querido país atraviesa tiempo difíciles, como la novela de Charles Dickens, tiempos de incertidumbre, de inseguridad, de desconfianza. Vivimos un clima de desmoralización, de conflicto, de desunión. La convivencia entre nosotros se ha vuelto complicada, áspera, sin encanto. Decía el filósofo español José Ortega y Gasset, que cuando en una sociedad lo privado tiene más importancia que lo público, entonces significa que esa sociedad está sufriendo una crisis, específicamente una crisis moral. Y las personas se retiran a lo privado, a la intimidad aislada de sus vidas y proyectos individuales cuando la esfera de lo público evidencia síntomas de descomposición.
Sin perjuicio de las dificultades de orden material que se pueden identificar, lo cierto es que nuestro Chile está afectado en su espíritu. La política en general, y en especial la democracia, exige que los ciudadanos y los dirigentes que la conducen, posean cualidades morales especiales. Si los líderes que intervienen en una sociedad, en todos los ámbitos de la vida pública, sea en la política, la empresa, la academia, los gremios, el mundo sindical, carecen de una estructura moral y valórica sólida, esa sociedad está expuesta a ser capturada por la corrupción e inexorablemente, más temprano que tarde, se precipitará en el tobogán sinuoso de la decadencia y el oscurantismo.
Las condiciones mínimas exigibles a los dirigentes en un sistema democrático son que sean personas honestas, que actúen con integridad, que tengan disposición para la transparencia, que entiendan que su labor es un servicio al país y no ocasión para servirse del resto de la sociedad. Tienen que comprender que es la ciudadanía, las personas comunes y corrientes, la gente de a pie, eso que comúnmente llamamos el pueblo, la que les entrega un mandato, les paga su sueldo y pone a disposición de ellos todas las facilidades para el desempeño de sus cargos.
Han de esmerarse en promover un ambiente de seguridad, de confianza y de unidad, en el que todos los ciudadanos, más allá de su condición y diferencias legítimas, entiendan y sientan que pertenecen a un mismo país, a la misma comunidad nacional, cuyos orígenes se divisan con contornos distinguibles en un pasado común, en el que todos nos reconocemos, y que asume su andadura histórica con la conciencia de caminar hacia un destino común. Es lo que se llama una Patria, con sus símbolos, sus héroes, sus conquistas, sus hazañas; todo ese inmenso tesoro de cultura y humanidad que nos confiere una identidad reconocible, y de la cual podemos sentirnos legítimamente orgullosos.
Las personas que detentan cargos de autoridad, especialmente si dichos cargos son de elección popular, no pueden conducirse en la vida pública como si el Estado y sus diferentes reparticiones les pertenecieran, como si fueran su propiedad privada, gastando los recursos irresponsablemente en actividades inútiles, o urdiendo fórmulas torcidas para filtrarlos hacia los cercanos, los parientes o los amigos.
Es cierto que tenemos problemas económicos, crisis de seguridad, escándalos de corrupción, y es preciso, desde luego, atacar con determinación sus causas inmediatas para superar este tiempo difícil. Pero también es absolutamente necesario atender las causas mediatas y más complejas del deterioro que nos aflige, esas que dañan el espíritu y nos alertan de que nuestro Chile padece de una muy profunda crisis moral y de valores.