Con emoción el mundo ha sido testigo de la reapertura de la Catedral de Notre-Dame, en París, luego de una acuciosa restauración que tomó cinco años tras el incendió que la destruyó en abril de 2019.
Emoción plenamente justificada, puesto que dicha catedral es un símbolo del cristianismo, del arte gótico y de la devoción y compromiso con la trascendencia de generaciones y generaciones de seres humanos. Las obras de construcción de este templo comenzaron en 1163 y fue terminado en 1345, lo que muestra que en esta tarea también se involucraron varias generaciones de arquitectos, constructores, albañiles, escultores, maestros y artesanos, dando vida a un impresionante monumento a la fe y al ingenio humano.
En Chile, ese mismo año 2019, unos meses después, personas desquiciadas, hampones y gamberros quemaron varias iglesias de nuestra capital y de otras ciudades, en unas jornadas de violencia que sumieron al país en lo más oscuro de los instintos y las pasiones. Esas iglesias, como la de la Veracruz en la calle Lastarria, la de San Francisco de Borja en la Alameda o la de la Asunción en Vicuña Mackenna, siguen destruidas y cerradas, como testimonios elocuentes de la irracionalidad y barbarie que en esos días se desencadenó en nuestra sociedad, sin que se avizore su reapertura.
En Francia, el mismo día del incendió de la Catedral de Notre-Dame, el presidente Emmanuel Macron anunció que se harían todos los esfuerzos para reconstruirla y que en un plazo de cinco años se reabriría al público, los fieles, las familias, los turistas.
Macron no es necesariamente católico, pero es una persona culta y consciente de lo que significa un templo y un monumento de las características de dicha catedral para la vida de los franceses. En nuestro país, desde luego, ninguna autoridad de gobierno ha comprometido ningún esfuerzo ni recursos para contribuir a la recuperación de los templos incendiados, en parte porque no advierten el impacto cultural y social que significa la existencia de un templo para la comunidad; es decir, de un lugar dedicado al encuentro de las personas con la divinidad, con sus propias conciencias, con su mundo interior, en el entorno en que se desenvuelve la vida y la interacción social.
Sin duda, es una satisfacción apreciar la alegría de los franceses al ver recuperada y llena de nuevo esplendor su antigua catedral, que volverá a erigirse en el más expresivo momento al arte gótico y la espiritualidad de un pueblo.
En cambio, es frustrante y desalentador comprobar cómo entre nosotros han pasado los mismos cinco años que tardó la restauración de Notre-Dame, y nuestras iglesias destruidas siguen esperando que las autoridades y las organizaciones de la sociedad civil se comprometan en su restauración, para devolverle a las comunidades y a los barrios el pedazo de patrimonio histórico y cultural que mentes enfermas les arrebataron. Es evidente que somos cautivos de un preocupante déficit en el plano de la cultura, y que permanecemos atrapados en una visión muy parcial del desarrollo.