Una fractura moral muy severa y punzante ensombrece al estamento político.
La fallida compra de la casa que perteneció al presidente Salvador Allende, ha permitido tomar conciencia de las vulneraciones e ilícitos en que incurren constantemente los congresistas en nuestro país. Esto porque los ministros y los legisladores no sólo están afectos a la prohibición de hacer negocios con el Estado, sino que, además, sobre ellos pesan otras prohibiciones que incumplen con total descaro e impudicia, sin que tengan que sufrir consecuencia alguna.
Concretamente, el artículo 60 de la Constitución prohíbe expresamente que los diputados y senadores ejerzan influencia en asuntos administrativos o ante autoridades judiciales, que se involucren en la provisión de empleos públicos, que influyan en asuntos sindicales, que intervengan en actividades estudiantiles, o que infrinjan normas sobre transparencia y gasto electoral. La sanción que contempla la Carta Fundamental para castigar estas conductas es nítida, severa: ni más ni menos que la cesación en el cargo.
Sin embargo, sólo una mirada hipócrita y mentirosa podría negar o desconocer que es habitual que congresistas y dirigentes políticos gestionen y consigan empleos públicos para militantes de sus partidos, familiares y amigos; que se involucren activamente en conflictos de carácter sindical; que influyan a veces orgánicamente en movilizaciones estudiantiles, o que desplieguen un enrevesado y tupido manto de opacidad en las rendiciones de sus gastos electorales.
La asimetría entre la política y el resto de los ciudadanos es demasiado chocante: si un trabajador incumple las normas del Código del Trabajo o del estatuto del lugar en que se desempeña, lo más probable es que pierda su empleo; si no cumple las tareas asociadas a sus funciones, es altamente probable que sea desvinculado o al menos amonestado; si se ausenta de su trabajo reiteradamente, con toda seguridad será despedido. Sin embargo, tratándose de miembros de un estamento, clase o casta que goza de privilegios anacrónicos, que a estas alturas vienen a ser un insulto a los ciudadanos comunes y corrientes, nadie dice nada y tampoco pasa nada; como decía una antigua balada popular, la vida sigue igual, los políticos persisten confortablemente adocenados en el injustificado boato de sus regalías, mientras la ciudadanía continúa sobrellevando una existencia marcada por estrecheces, angustias, incertidumbre y desesperanza.
En este contexto, los congresistas, los funcionarios, los amigos, los dirigentes políticos llevan una vida ajena, totalmente desconectada del país verdadero, carente de sintonía con los problemas, inquietudes y aspiraciones de la gente, de la sociedad, de ese manoseado pueblo que somos todos, en un esquema que podría caracterizarse como una especie de feudalismo con platas de otros, con recursos que provienen de los impuestos que pagamos todos.
Me parece que la sociedad está agotada de este modelo basado en la prebenda y el abuso. Una fractura moral muy severa y punzante ensombrece al estamento político de nuestro Chile, que lo coloca a una distancia sideral de las vicisitudes, anhelos y esperanzas de la ciudadanía, y que está contaminando y sofocando las energías espirituales de nuestra convivencia.
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Abogado, Comunicador Social